jueves, 26 de marzo de 2015

Ayotzinapa, seis meses después

He estado piense y piense. ¿Qué decir seis meses después de la ominosa noche de Iguala sin sonar banal, reduccionista o injusta? Ya no me basta decir que me duele, como tampoco me basta decir que fue el Estado. No me alcanzan las palabras para atreverme a describir la pena de las madres y los padres y compañeros de los muchachos y a partir de eso, mucho de lo que ahora leo al respecto me parece casi nimio. Sin embargo, sigo creyendo indispensable la memoria y la reflexión. La memoria, recordarlos, no olvidarlos, porque esa es la raíz de la justicia que nosotros podemos construirnos. Y la reflexión, porque lo sucedido con los muchachos de Ayotzinapa sintetiza (aunque no agote y aun con sus particularidades) la violencia que se padece en este país, especialmente la violencia de la que son objeto la mayoría desposeída, los más vulnerables y los menos privilegiados y que es una violencia promovida, auspiciada y perpetrada, sí, por el Estado. Como hace casi 20 años, cuando ocurrió la masacre de Acteal, con Ayotzinapa he quedado largo rato perpleja, sintiéndome sin la capacidad suficiente para esclarecer cómo es posible que estos crímenes puedan seguir sucediendo ante la mirada indiferente y cómplice de muchos. Será por eso que, de muchas formas, he optado siempre por hacer lo que me es posible para no traicionar la memoria de todos estos nuestros muertos. Será por eso que, a pesar de lo inútil que pueda parecer, he seguido un camino para poder(me) explicar la violencia que se nos ha instalado desde hace ya un rato, para no sentir que es algo normal, que es una costumbre, que así somos o que es nuestro destino.