miércoles, 5 de septiembre de 2018

Linchamientos por partida doble


La semana pasada sucedieron dos linchamientos en Puebla e Hidalgo respectivamente, motivados por el rumor de que las víctimas eran supuestos robachicos. Los linchamientos son originados por faltas o delitos reales o imaginados. Según lo que yo he podido analizar, el porcentaje de casos motivados por rumores es menor al porcentaje de casos causados porque se encuentra a las víctimas delinquiendo en flagrancia. Sin embargo, los casos de la semana pasada han recibido especial atención, además de porque hubo víctimas mortales –y cuando no hay personas muertas, los medios no prestan tanto interés-, por el hecho de que coincide con una ola de noticias falsas viralizadas en redes sociales acerca de supuestos robos de niños. Esta ola ha alcanzado una dimensión casi nacional y merecería ser mucho mejor investigada no sólo desde el punto de vista legal-penal, sino también desde el punto de vista mediático-académico. Que yo recuerde, en México es prácticamente la primera vez que asistimos a un fenómeno similar, donde las redes sociales viralizan y extienden a nivel casi nacional información falsa que provoca más de un linchamiento, a diferencia de países como India, donde el uso de redes sociales para incitar linchamientos es un hecho tristemente común. En esta nota no voy a centrarme en esta dimensión del fenómeno, pero quiero dejar apuntado que efectivamente las redes sociales ahora han jugado un papel protagónico al contribuir a la generación de pánico o psicosis colectiva, pero que de ninguna manera el fenómeno de los linchamientos en México se agota ahí. La causa profunda no se halla en la difusión electrónica noticias falsas.
            Los linchamientos en México son de diferentes tipos. De manera general y considerando el actor colectivo que los protagonizan, son colectividades donde sus miembros son parte una misma comunidad o son colectividades que se forman espontáneamente y se disuelven inmediatamente después de perpetrado el acto. En el primer caso, estas colectividades habitan en diversos contextos: pueblos rurales, semi rurales o urbanos, así como colonias y barrios urbanos. En el segundo caso, las colectividades que se forman tienen la característica de que sus miembros temporales no se conocen ni tienen vínculo alguno. Como vemos, los dos linchamientos ocurridos la semana pasada, en la comunidad de San Vicente Boquerón (Acatlán de Osorio, Puebla) y en el pueblo de Santa Ana Ahuehuepan (Tula de Allende, Hidalgo), corresponden al primer tipo de linchamientos.
            El caso de San Vicente Boquerón llama particularmente la atención porque se sitúa en Puebla, que es una entidad que desde hace varios años registra un muy alto índice de linchamientos y que en tiempos más recientes son parte del tétrico paisaje de criminalidad y violencias que asola a esa entidad –feminicidios, huachicol, delitos de alto impacto (homicidios, secuestro, extorsión, robos con violencia, violación, etc.)-. Haya o no víctimas mortales, todo linchamiento es grave, sin embargo, los linchamientos espontáneos que muy frecuentemente se registran en varios puntos de la geografía urbana del centro del país no generan el grado de interés y crispación social que suscitan los casos como el de Puebla. Incluso, comparado con el caso de Hidalgo, en estos días el primero ha recibido mucha mayor atención mediática, consternación y condena; es posible que en parte el tema que referí al principio, del papel de las redes sociales, propicie mayor sensibilidad, pero lo cierto es que estos linchamientos han venido ocurriendo desde hace tiempo, que no son nuevos y no tienen nada de “inexplicable” ni pueden ser reducidos al momento de máximo paroxismo.
            En los últimos veinte años, la mayor parte de los pueblos que protagonizan linchamientos padecen un alarmante proceso de despojo de tierras, bienes y recursos naturales, de invasión de territorios, así como de un crecimiento agudo de la inseguridad y el crimen, todo ello frente a un aparato de justicia francamente omiso e inoperante. Tan solo en Puebla en lo que va del año, según cifras del secretario general de Gobierno, ha habido 146 episodios de linchamiento, en los que ha habido 15 víctimas mortales y 201 personas rescatadas. Por más que se diseñen y con suerte se implementen “protocolos” de seguridad específicos para atender estas emergencias, lo cierto es que el fenómeno no cesa y no existe ningún tipo de estrategia de prevención y atención en las regiones o entidades afectadas por este fenómeno. Mención particular merecen las declaraciones enmarañadas del presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos: “Esto no es justicia, esa es barbarie y hay que sancionar a quienes incitan e impulsan este tipo de soluciones. Pero también hay que corregir las debilidades institucionales. (…) [La desesperación] no puede llevar al extremo de hacer justicia por propia mano, porque vamos a caer en estado selvático, en donde lo que impere es quién puede más. Tenemos que darle a la sociedad, a esa sociedad indignada porque no hay procuración de justicia, respuesta fortaleciendo a las instituciones, pero tenemos que dar garantías a la ciudadanía de que mañana ninguno de nosotros puede ser confundido en una justicia malamente llamada justicia por propia mano.” ¿Qué es exactamente lo que la CNDH y las comisiones estatales han hecho ante este fenómeno; qué acciones preventivas y de pedagogía social han promovido con las autoridades gubernamentales y judiciales ante los altos índices de linchamientos –y de otras formas de justicia por mano propia- que tenemos en la actualidad?
Lo que vemos es que hay nula claridad institucional de qué hacer al tiempo que es urgente la comprensión de este fenómeno. Calificar a la gente como salvaje, enferma o loca no ayuda absolutamente en nada. Linchar a los linchadores poco contribuye a entender, prevenir y educar. Los agravios históricos y recientes cometidos en prejuicio de los habitantes de estos pueblos necesitan ser considerados y analizados como parte del contexto de los linchamientos que, huelga repetirlo, no son usos y costumbres, sino efectos de las múltiples violencias que se sufren en estos lugares. A unos días de que se cumplan 50 años del fatidíco y famoso linchamiento de Canoa, precisamente en Puebla, resulta preocupante primero, que ese caso sea el único referente para entender los linchamientos actuales, y segundo, que se repitan insistentemente las nociones de salvaje, barbarie y demás para caracterizarlos. Los habitantes de estos pueblos no son animales, ni son humanos evolutivamente inferiores, ni son salvajes; son actores colectivos que asombrosamente sobreviven en medio de condiciones de marginación criminales. San Vicente Boquerón es parte del municipio de Acatlán de Osorio, ubicado en la región mixteca del estado de Puebla y que ocupa el sexto lugar en la lista de receptores de remesas. Pese a los altos índices de pobreza, analfabetismo, malas condiciones de salud y desnutrición, desempleo y violencia, los mixtecos de Puebla buscan la manera de sostenerse mediante su intenso trabajo fuera del país. Son poseedores de una cultura rica y ancestral y mantienen, pese a todo, formas de organización comunitaria de las que se necesitaría echar mano para atender este problema.
Los culpables de los linchamientos deben ser enjuiciados, sí, pero esto no va a ser suficiente si las autoridades no piensan en acciones de pedagogía social, especialmente para los más jóvenes, y en mecanismos de resolución de conflictos y de mitigación de la violencia a partir de procesos comunitarios basados en su historia y experiencia. El dolor y la atrocidad pueden ser procesados y encausados mediante ejercicios sociales de escucha, reparación y perdón. Los linchamientos no son un problema de “otros”, de los otros lejanos y desconocidos, sino un problema nacional que nos atañe a todos.

domingo, 6 de mayo de 2018

Linchamientos usados en campaña sucia electoral


Según varios medios de información (El Universal, Tabasco Hoy, etc.) el día 30 de abril se registró el linchamiento de dos presuntos delincuentes en el estado de Tabasco, uno en Villa Vicente Guerrero, municipio de Centla, y otro en Tamulté de las Sabanas, en el municipio de Centro. Sin embargo, el segundo caso ocurrido en Tamulté se convirtió en noticia varios días después, en concreto el día 5 de mayo, cuando en Twitter se divulgó un video con imágenes explícitas. El video divulgado está siendo utilizado como elemento de la campaña sucia en el contexto electoral en contra del partido Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), esto porque en esas imágenes se escuchan gritos en contra de varios políticos (se menciona a Ricardo Anaya, a Enrique Peña Nieto y al final se escucha un grito de “¡Viva Morena!”).
Vayamos por partes. En un hecho de violencia colectiva como lo es un linchamiento se entremezclan muchos elementos que es necesario diferenciar. En primer lugar, la violencia es real, existió, nadie puede negarlo, pero la manera en la que el hecho violento es reproducido (por reproducido me refiero a las formas en las que fue registrado y después divulgado) influye en nuestra manera de percibir y juzgar el hecho. En los años recientes, México ha sido escenario de un muy alto índice de fenómenos de violencia colectiva, particularmente actos de justicia por mano propia –ya sean linchamientos o ajusticiamientos cometidos por vengadores solitarios, especialmente- y me atrevo a decir que esto ya se ha normalizado, puesto que pocas veces los casos llegan a convertirse en noticia importante. Los casos sí aparecen en los periódicos pero casi nunca merecen atención, salvo cuando alguno se “politiza”, es decir, se le confieren atributos relacionados directamente con cuestiones políticas; en estricto sentido, todos los linchamientos tienen una dimensión política, pero no todos se politizan. Un linchamiento se politiza, por ejemplo, cuando es utilizado por medios de comunicación o adversarios políticos para atacar a las autoridades que gobiernan en los lugares donde aconteció el hecho.
En segundo lugar, cuando ocurre un linchamiento es necesario examinar el contexto en el que ocurre. Tabasco es una entidad con altos índices de violencia incluidos linchamientos; aunque no es el estado donde más se registran, en los últimos años ha ocurrido un número importante. De modo que lo acontecido en Tamulté no es un caso extraordinario, más bien todo lo contrario: en varios municipios de Tabasco los episodios de justicia por mano propia son más frecuentes de lo que suponemos. Entonces, ¿por qué este linchamiento está siendo noticia, de manera descontextualizada, usando solamente un video que muestra además de imágenes explícitas, un momento de todo un proceso confuso que es un linchamiento?
En tercer lugar, como dije arriba, el linchamiento es un fenómeno de naturaleza aparentemente caótica, desordenada, recubierta de rumor y prejuicio y por lo tanto no puede ser entendido únicamente a partir de una de sus partes o momentos (en este caso, un video fragmentado reproducido por ciertos medios con cierta intencionalidad, porque ya sabemos que ningún medio es absolutamente objetivo). Hacer eso conlleva el riesgo de contribuir a la desinformación, a la falta absoluta de respeto a la dignidad de las víctimas, a la estigmatización de las poblaciones de los lugares donde acontece un hecho así, a la pornografía de la violencia y en última instancia a la confusión y la opacidad. Mientras no exista suficiente información acerca de lo sucedido –y para eso se necesitan mucho más que reportes de prensa o en tal caso piezas de periodismo de investigación mucho más profundas-, lo que se puede saber es poco y es parcial. No sabemos si hubo incitadores y en tal caso su identidad, no sabemos qué tipo de problemas o rencillas existen en la comunidad en la que aconteció el hecho, entre otras muchas cosas importantes de saber para comprender lo sucedido.
Por lo tanto, desde mi perspectiva y como alguien que ha investigado linchamientos en el México reciente, me atrevo a decir lo siguiente acerca del uso político del caso de Tamulté como parte de la campaña sucia en contexto electoral:
-          - Que exista un video de un momento del linchamiento en el que se escuchan gritos en contra de varios políticos y alguna consigna política no es suficiente para asegurar que quienes protagonizaron el linchamiento son militantes de Morena.
-          - Desprender de la existencia de este video la afirmación de que los militantes de Morena llaman a la violencia también es falaz, primero por lo que dije arriba, no sabemos si efectivamente son militantes de Morena, y segundo porque un hecho así mostrado, sin contexto y aislado, para emitir culpabilidad sin pruebas es falto de cualquier sentido de justicia.
-         - Usar un video fragmentado de un linchamiento para politizar un hecho así, específicamente para abonar a una campaña sucia en contexto electoral es ruin. Deducir a partir de ese video que los militantes o simpatizantes de Morena “amenaza con hacer lo mismo con los contrincantes de AMLO” (como dijo Heriberto Yepez en su cuenta de Twitter), es algo muy irresponsable y absolutamente repudiable. Lo de Yepez es sólo un ejemplo de varios (incluido el uso que también hizo el pseudoperiodista Ricardo Alemán, quien en este mismo contexto hizo una apología del delito mediante un meme para un posible asesinato del candidato presidencial de Morena).

      Tan repudiable es un linchamiento como quienes lo usan para llevar agua al molino de sus filias, fobias o teorías de conspiración de su preferencia. Pero en medio de la campaña sucia electoral, es particularmente preocupante ver los modos de manipular el tema de la violencia a partir de noticias e imágenes fragmentadas y sacadas de contexto.



martes, 11 de abril de 2017

El caso Perelló y por qué no es un linchamiento mediático

Pasé varios años analizando el linchamiento como fenómeno de violencia colectiva y sus singularidades en el México reciente. La investigación que resultó para mí es apenas un pedazo pequeño de una realidad lacerante de un país profundamente injusto. Con base en algunos resultados de mi trabajo, estoy en condiciones de afirmar que: 1) el linchamiento tiene un carácter heterogéneo, lo que significa que independientemente de compartir una estructura común, el contexto y el actor colectivo no es siempre el mismo; 2) que es equivocadamente interpretado como una expresión de falta de modernidad, un acto cometido por sujetos “sin ley” y es también equivocada la afirmación de que los linchamientos son parte de los “usos y costumbres” de los pueblos originarios; 3) el linchamiento en México es una maniobra desesperada ante la necesidad de seguridad y sobrevivencia en los márgenes, que la población que ahí habita no se niega a vivir dentro de la ley, sino que su experiencia con la legalidad estatal está plagada de arbitrariedad, ilicitud, atropellos y abusos, lo que provoca la emergencia de estrategias extralegales de violencia para enfrentar las injusticias; 4) que es una forma ritualizada de violencia desplegada en un espacio público que se vuelve el escenario de una representación espectacular de un castigo ejemplar y en este acto-performance (que no es planeado) se sintetizan un conjunto de percepciones y experiencias acerca del miedo, la (in)justicia, la (i)legalidad, entre otros problemas que se viven en los márgenes y 5) que los medios de comunicación en México han hecho de la violencia un producto para el entretenimiento, donde actos de violencia ligados a la criminalidad y la inseguridad son vueltos un espectáculo mediático en el que se perpetúan otras formas de violencias de índole variada, se naturalizan, normalizan y repiten como parte del repertorio de actitudes cotidianas; la narrativa mediática de las violencias impulsa ideas y estereotipos —un contenido simbólico— que contribuye a organizar la experiencia social y por lo tanto influye en las ideas sobre lo que es o no justo, legal y legítimo.
Con esta apretada síntesis sobre el fenómeno de los linchamientos en nuestro país lo que busco es dejar en claro que mi conocimiento acerca del tema está basado en un análisis que fue un poco más allá de las opiniones o del uso más común del término. Mi investigación no abarcó el llamado “linchamiento mediático”, pero me gustaría decir, desde mi experiencia de análisis de los linchamientos reales, algunas cosas al respecto, especialmente a partir de que en los días pasados he notado el uso del término en el caso de Marcelino Perelló y cómo trascendió en las redes sociales lo que él dijo sobre la violencia sexual en contra de las mujeres en uno de los programas de radio que encabezaba, así como las consecuencias de sus dichos.
Igual que el linchamiento real, en México el linchamiento mediático no ha sido suficientemente analizado. Esto significa que hacen falta estudios en los que se caracterice el fenómeno de la manera más completa posible: qué es un linchamiento mediático, cuál es la estructura general que tiene, qué actores están involucrados y en qué contextos sucede, qué diferencias o similitudes tiene tanto con el linchamiento real como con otros fenómenos colectivos a nivel mediático, entre otras muchas preguntas.
No voy a repetir los detalles del caso Perelló aquí pero haciendo un resumen la cosa fue así: Perelló, un personaje público cuya fama reside en haber participado en el movimiento estudiantil de 1968, ser profesor universitario en la Facultad de Ciencias de la UNAM y haber encabezado un programa de radio en la emisora de la misma universidad desde hace más de diez años, tuvo a bien, en una de las emisiones de este programa, expresar una serie de opiniones repudiables acerca de la violación (caso Daphne), el acoso callejero (casos Tamara de Anda y Andrea Noel), las denuncias que se han hecho al respecto (sobre lo que es o no, según él, una violación) e incluso juicios procaces acerca de las víctimas de estos delitos. Una parte de los dichos de Perelló fueron difundidos en redes sociales días después de dicha emisión y, como era de suponerse, causaron gran indignación. Una gran parte de las usuarias y usuarios de redes sociales expresaron su repudio y enfado ante lo dicho por Perelló, no por la vulgaridad en sí (que fue de suyo bastante desagradable), sino porque evidenció la normalización de las violencias machistas que persiste en un buen número de varones: decir que la violación es tal única y exclusivamente si es cometida con el pene (“Si no hay verga, no hay violación”) , que hay mujeres que sólo han sentido orgasmos mediante una violación, que las mujeres usan faldas cortas para llamar la atención de los varones (de lo que se deduce que “las hijas de la chingada” no deben quejarse de los “piropos” callejeros), entre otras cosas. A las pocas horas, las autoridades de Radio UNAM anunciaron la cancelación del programa de Perelló como consecuencia de lo ocurrido.
Otra parte de los usuarios de redes sociales consideró que Perelló fue víctima de un linchamiento mediático, que se le estaba censurando y se estaba contraviniendo su libertad de expresión y aquí es donde me gustaría hacer algunas precisiones. Reiterando que no existe suficiente análisis acerca del concepto linchamiento mediático, en mi opinión el caso de Marcelino Perelló no es tal. A continuación intentaré explicar mis razones.
Se requieren más estudios acerca del papel de los medios de comunicación y las redes sociales en contextos de denuncia o sanción social tanto de delitos como de actividades o comportamientos que, sin ser propiamente delitos tipificados, son considerados como agravios morales (en el sentido que le da, por ejemplo, Barrington Moore), como apología de violencia, etc. y, por lo tanto, son objeto de un amplio rechazo. Se requiere además que los estudios estén situados en la realidad de México y realizar a la par un ejercicio comparativo con lo que sucede en otras latitudes con el fin de hallar similitudes y diferencias. Debemos partir del hecho de que el uso masivo de dispositivos conectados a Internet y el acceso a redes sociales ha provocado una transformación importante en las formas de participación social especialmente en lo relativo a las formas de exigencia de derechos y de justicia, al mismo tiempo que ha influido en los modos de comunicación y relación de la población con los actores gubernamentales y con las instituciones públicas y privadas, con los periodistas y las empresas, etc.
Al mismo tiempo, una parte del discurso neoliberal ha promovido que los ciudadanos se vuelvan responsables de su propia seguridad, es decir, una especie de privatización de la protección, bajo el argumento de que la población debe, además de ser todavía más participativa y democrática (lo que sea que esto signifique), asumir tareas varias para restarle presión al Estado, cada vez más escuálido y más rebasado ante las violencias y los riesgos permanentes de todo tipo. De igual forma, otra parte importante de la gobernanza neoliberal enfatiza la necesidad de que los ciudadanos se conviertan en agentes que vigilen y exijan transparencia (accountability) en las acciones y decisiones de gobiernos y de actores del sector privado.
En este entorno, una parte importante de quienes participan en las movilizaciones digitales (por llamarle de algún modo a las acciones de denuncia, protesta o exigencia que se realizan digitalmente) lo hace con legítimo interés y con una intención abierta y clara: expresar su indignación ante lo que considera malo, injusto, reprobable, etc. Pero existe también otro lado de este fenómeno, que involucra a personas y/o estructuras que movilizan a personas para crear escándalos o para acallar a las otras movilizaciones; de ello no voy a hablar ahora pero existen ya muchos trabajos que han documentado la forma en la que operan los llamados bots o los grupos generadores de acoso y violencia online.
Quisiera centrarme exclusivamente en casos como el de Perelló, es decir, casos en los que una figura pública comete una falta o tiene comportamiento que resulta rechazable para una parte importante y es exhibido -y con exhibido quiero decir que se difunde en redes sociales el hecho-, lo cual genera una reacción masiva y que tiene consecuencias directas para dicha persona. No voy a hablar de casos de personas que no son figuras públicas, porque eso implica otras consideraciones y desenlaces.
Perelló es una figura pública, es decir, no es una persona desconocida a la que sorprendieron casualmente cometiendo una falta o escupiendo improperios en una calle oculta y oscura. Este personaje dijo lo que dijo al aire en un programa de radio. En este sentido y aunque la reacción a sus dichos no ocurriese en el preciso momento en el que él los emitió, lo cierto es que lo hizo a la luz de todos, fue una acción pública. Días después un fragmento de lo que él dijo se divulgó en redes sociales y el caso se viralizó. Uno de los argumentos de quienes han salido en defensa de Perelló es decir que “una muchedumbre” había salido a “lincharlo”, tratando de equiparar la difusión del fragmento en redes sociales como un llamado para castigar o someter al susodicho. Por lo que yo he observado en años recientes en medios de comunicación y redes sociales, cuando una figura pública (políticos, periodistas, personajes del espectáculo o la cultura, etc.) es criticada fuertemente a nivel mediático por sus dichos o hechos generalmente alega que se ha cometido un “linchamiento mediático” en su contra como una forma de victimizarse ante la andanada de comentarios negativos y juicios de rechazo que reciben por sus acciones.
En el caso de Perelló, la reacción y protesta digital no buscó hacer justicia por mano propia; la gente que expresó su indignación no pretendió sustituir a ninguna autoridad para ejercer una pena al margen de la ley sino que, por el contrario, lo que exigió fue precisamente la intervención de las autoridades correspondientes para que fuesen ellas las que ejercieran su función de sancionar al personaje. La movilización digital no buscó actuar por encima del Estado ni en contra de la justicia legal; no fue encabezada por vigilantes o grupos o actores anónimos que realizan acciones digitales violentas o de acoso (como sí lo hacen otros grupos mencionados antes) ni en nombre de nadie, ni ejerciendo una venganza (aunque quienes apoyen a Perelló confunden las consecuencias de sus dichos –la cancelación del programa- con una suerte de venganza colectiva, lo cual es impreciso); tampoco se publicaron en sitios públicos detalles personales de Perelló para atacarlo más (datos privados) ni mucho menos la visibilidad que lograron los dichos de Perelló fue producto de una estrategia de abuso, coerción o uso de poder (sus palabras fueron dichas al aire).

Falta todavía mucho por estudiar y reflexionar colectivamente acerca de las implicaciones de las acciones de denuncia digital. Especialmente, falta caracterizar mejor en qué consiste, qué actores participan y la diferencia de contextos, cuál es el papel de los medios y las autoridades, entre otras cosas. Hay muchas preguntas que tenemos que responder con respecto a este fenómeno, pero mientras eso sucede considero importante no dejar pasar los casos que adquieren mayor relevancia mediática para comenzar a discutir al respecto. 

sábado, 18 de marzo de 2017

Acoso callejero y castigos "excesivos"

Estimado Pepe:
Aquí escribí algunos aspectos de lo que me preguntaste ayer sobre el caso de Tamara de Anda y el episodio de acoso. No agota ni pretende hacerlo toda la cuestión sino son únicamente algunas ideas sobre mi posición al respecto. Tampoco espero que agote el diálogo. 

Piropear-acosar verbalmente es un acto de violencia, ya todos lo sabemos. Es una forma de violencia que a pesar de su aparente no fisicalidad (ay, nomás gritó “guapa” o una guarrada, no la tocó), no deja de ser una forma de agresión, en tanto expresa su opinión de la apariencia –que generalmente va de la mano de una connotación sexual (me gustas, estás buena, desearía cogerte…)- de una mujer sin que ésta la pida.
Ahora, pasemos al tema de las sanciones al acoso callejero. También sabemos todos que ya es considerado legalmente una falta. Desconozco cómo fue el debate político-legislativo que produjo esta realidad, pero así es. También desconozco el debate jurídico-legislativo que determinó el tipo de sanciones para castigar esta falta. Pero estamos de acuerdo en que el acoso, en sus múltiples variantes, es una falta legalmente reconocida y por tanto con sanciones determinadas.
En días pasados, Tamara de Anda (periodista con una considerable fama, especialmente entre las capas jóvenes e ilustradas –y digo ilustradas no en sentido peyorativo-, entre otras cosas por su consabida posición feminista) padeció un episodio de acoso cometido por un taxista ante lo cual ella decidió denunciar y el tema se viralizó en redes sociales. Todo lo que ha sucedió en torno al caso no lo voy a repetir aunque retomaré algunas cuestiones específicas para explicar, en concreto, mi opinión sobre una de muchas aristas que tiene el tema: el análisis clase-género y su relación con la sanción ante la falta (si es o no excesiva).
La pregunta que hiciste -a un tuit mío que decía “Flaco favor le haces si crees que a un determinado hombre, por ser él mismo oprimido en términos de clase, se le debe disculpar el acoso.”- fue el siguiente: “Seguimos sin entender el exceso del castigo. Por fa, respondan a eso.”. Intentaré responder.
Con base en mi experiencia personal y de investigación, considero que el tema de la violencia (en muchas formas y de diversos tipos) que despliegan los subalternos no debe ser un tabú. En este caso concreto, partamos del hecho de que el taxista que cometió la falta es un sujeto subalterno y que por lo tanto, la sanción que le fue impuesta legalmente por la falta que cometió (acosar a una mujer, que en este caso se considera privilegiada con respecto al sujeto que la agredió) aparece o se concibe como desproporcionada.
Primer punto: la sanción no es determinada por quien denuncia, sino por el reglamento vigente, así que en este caso concreto Tamara de Anda no tiene ninguna injerencia para establecer la sanción y menos para determinar si es justa o desproporcionada. Ella decidió denunciar, esa fue su prerrogativa, pero hasta ahí, no puede hacer más. ¿O acaso no debió denunciar?
Segundo punto, que es más bien una pregunta: ¿La sanción establecida en tal reglamento es justa o desproporcionada? Insisto en que no soy abogada y desconozco los detalles de la norma (no sé si en el caso del acoso callejero existen penas mayores o menores a pasar una noche en El Torito), pero en mi opinión, para el acoso verbal creo que una sanción administrativa de ese tipo no es lo más útil para efectos de que el sancionado no repita la falta. Más que pensar en términos de “castigo excesivo”, prefiero pensar en términos de “la utilidad de la sanción”.
Tercer punto: Como ya dije, entendí que una parte del argumento de que pasar una noche en El Torito fue “un castigo excesivo” estaba relacionado con el hecho de que el taxista es, en términos llanos, un sujeto oprimido (léase, un trabajador, sin dinero ni influencias para enfrentarse a un sistema judicial que reproduce las desigualdades sociales, es decir, racista, clasista y machista, entre otras), mientras que la agraviada es una mujer privilegiada (aunque es también una trabajadora no racializada, que tiene mayores posibilidades de defenderse, de hacerse escuchar, tiene una formación que le da cierto margen para ejercer sus derechos, etc.). En pocas palabras, el argumento sería: ella está abusando de su poder en contra de un sujeto indefenso. Aquí es donde creo que la cosa se presta a confusión y manipulación (y eso por no tocar el acoso virtual del que ha sido objeto Tamara de Anda). Intentaré explicar mi posición.
Para mí lo ideal es que existiera un sistema de justicia que involucrara mucho más a la sociedad en la educación-readaptación de los sujetos que cometen este tipo de faltas bajo esquemas de trabajo comunitario, de procesos en los que tanto el infractor como la gente pudieran escucharse (me parece más sano rendirle cuentas a los ciudadanos que a un juez que jamás nos rinde cuentas a nosotros), etc. Pero partiendo de lo que realmente tenemos, lo que les queda a las mujeres que sufren acoso es o recurrir a este sistema de justicia (corrupto, ineficiente, que reproduce las desigualdades, etc.) o irnos a nuestras casas (a llorar, resignarnos o a organizar la autodefensa).
Desde mi perspectiva, la violencia ejercida por hombres en contra de mujeres es parte sustancial del sistema capitalista, que se sostiene gracias al dominio heteropatriarcal. Una cosa es que no nos guste el tipo de sanciones legalmente establecidas para castigar el acoso y otra muy diferente que debamos disculpar o no castigar el acoso si lo comete un sujeto subalterno, so pretexto de que él está siendo más oprimido en el esquema mayor del sistema capitalista. Las violencias machistas, que van desde el acoso callejero verbal hasta el feminicidio, son parte sustancial de este dominio heteropatriarcal que sostiene al sistema económico (y por lo tanto, no están del todo desconectadas de la opresión que padecen los varones subalternos). No soy ingenua y es probable que el señor taxista no conecte que la agresión que cometió tiene relación con las formas en las que el sistema económico se reproduce y que implican su propia opresión, pero no creo tampoco que se le ayude al pretender disculparlo en este caso concreto. Por el contrario, creo que pretender disculparlo es condescendiente.
Que a algunos no les guste la sanción por excesiva pues qué pena pero es lo que hay. Siempre seré de la idea de que mientras existan leyes, hay que agotar su uso. La otra es que tomemos la ley en nuestras manos y nos autodefendamos, en virtud de que las normas y el sistema judicial está podrido hasta la médula; lejos de juzgar moralmente una opción así, lo que creo es que no es lo más conveniente específicamente para contextos de violencia callejera.


viernes, 24 de abril de 2015

Robo de niños o el rumor y sus efectos


            Recientemente en algunas zonas del sur del Distrito Federal se ha desatado una serie de historias sobre supuestos casos de robos de niños. En concreto, en la delegación Coyoacán el fenómeno adquirió relevancia desde el momento en el que se registraron varias jornadas de protesta llevadas a cabo por algunos habitantes en la que denunciaban –sin ninguna prueba concreta (nombres, denuncias legales, etc.)- que varios niños habían sido secuestrados y exigían la intervención de las autoridades. Días después en la delegación Magdalena Contreras, sin que se hubiesen registrado protestas vecinales al respecto sino a partir de información difundida en redes sociales según dice la prensa, un grupo de habitantes atacó a un padre de familia afuera de una escuela porque se le acusaba de ser robachicos. Estos casos son un clásico ejemplo de llamado pánico moral: situaciones, personas o grupos que son identificados como amenazantes de ciertos valores o intereses sociales y los casos son presentados por medios o por figuras autorizadas de la comunidad de forma estereotipada y desmesurada, cargada de valoraciones morales y sentencias que nublan la capacidad de observar la realidad objetiva y ecuánimemente. Una de las consecuencias del pánico moral es la polarización en la opinión pública que, en estos casos concretos incluye al bando de los que defienden que eso es real (o que las protestas son justificadas) y al bando de quienes sostienen que sólo son rumores (pero que desestiman la reacción y las razones del entendible miedo de la gente). Lo curioso es que ambos tienen algo de razón, pero ambos son imprecisos.
            Hasta el momento, no hay ningún caso concreto demostrable de robo, secuestro o afectación de niños que esté directamente vinculado con los episodios de protesta y agresión, es decir, que todo este despliegue de reacciones está basado en rumores. Pero los rumores son algo suficientemente serio como para ser desestimado, no tanto por el contenido literal (que también importa), sino por lo que muestran en tanto síntoma de algo más profundo. Primero, porque los rumores apelan al miedo fundado de la gente ante un problema muy real de inseguridad y violencia cotidianas y segundo porque los rumores también son un dispositivo de control social, especialmente durante tiempos de confusión e inestabilidad.
            En este sentido, no se trata de ignorar y menospreciar la reacción de la gente -una reacción de miedo perfectamente real y justificado- ante un rumor, sino analizar en qué condiciones surge y se instala ese rumor. En este caso, el rumor de robo de niños ha surgido muy visiblemente en la antesala y principio formal de las campañas electorales para elegir jefes delegacionales y diputados locales y federales en el Distrito Federal. No se puede comprobar que los rumores sean parte sucia de las campañas (porque yo no estoy en campo trabajando ni la zona ni los procesos políticos de estas zonas), pero sí se puede decir que es muy común el uso político de este tipo de rumores en contextos de disputa entre grupos o partidos o de confrontación de grupos con las autoridades. Al respecto, sólo hay que revisar las declaraciones de autoridades y personajes partidistas para ver que estos casos están mostrando que tienen (probable intención y) efectos políticos muy claros: el Jefe de Gobierno, el Secretario de Seguridad Pública del D.F., la candidata de Morena a la delegación Coyoacán, López Obrador, etc., y todos asumen que “alguien” los quiere perjudicar a ellos.
            No es imposible saber cuándo y de dónde surge un rumor, pero ello requiere un trabajo más amplio directamente en la zona afectada que si alguien quisiera podría llevar a cabo; lo que quiero decir es que es factible hacer una caracterización del contexto y de los actores involucrados para averiguar qué pugnas hay en este momento, qué recursos están bajo amenaza, qué relación hay entre la comunidad, los grupos políticos y las autoridades, etc. No obstante, cabe suponer que en un primer momento estos rumores fueron alentados a partir de una intención política en el marco de las campañas políticas tanto para afectar rivales como forma de reacción ante la amenaza de perder cotos de poder, especialmente en los tradicionales esquemas clientelares que son, ya lo sabemos, mecanismos de control y mediación política no sólo en el Distrito Federal.
            Vemos entonces que en éste como en muchos otros casos similares, que pueden derivar en violencia colectiva, hay un grado considerable de cálculo o planeación (aunque personalmente no estoy plenamente convencida de usar esta palabra), es decir, no son sucesos espontáneos. Esto ya ha sido discutido por varios autores, como Charles Tilly en su clásico libro Tilly The Politics of Collective Violence o más recientemente Javier Auyero, quien analizó los motines ocurridos en Argentina en el 2001 a la luz de la relación entre líderes políticos locales y cuerpos policíacos. De cualquier modo, hay que tener mucho cuidado de no asumir entonces que todo caso de violencia colectiva está planeado o coordinado; hay muchos casos también en los que la acción o la violencia se desata súbitamente sin que exista ninguna organización, como los brutales casos de linchamiento a asaltantes de transporte público en flagrancia que ocurren con cierta frecuencia en la zona fronteriza entre el Distrito Federal y el Estado de México.
            Lo grave no es sólo el uso de esta clase de rumores con una intencionalidad política, sino que lo más peligroso es el efecto que esto puede causar. No es lo mismo que la gente salga a la calle a protestar a que la gente intente linchar a una persona inocente, aunque sean parte del mismo fenómeno. El mecanismo del chivo expiatorio opera simbólicamente en varias dimensiones de la vida social en momentos de crisis y conflictos, pero hay algo muy alarmante cuando ocurre el tránsito de lo simbólico a lo real, cuando se le pone rostro y nombre al enemigo imaginario.
            Ante estos hechos, correspondería a las autoridades no sólo desmentir los supuestos delitos contra niños con datos duros sino evitar utilizar las respuestas tipo “no tenemos ninguna denuncia” como una forma de defenderse y excusarse de la falta real de estrategias para afrontar los rumores y sus efectos y, más todavía, para garantizar la seguridad de la población. Una cosa es que los linchamientos no se puedan predecir y otra muy diferente es que no se puedan prevenir. 

jueves, 26 de marzo de 2015

Ayotzinapa, seis meses después

He estado piense y piense. ¿Qué decir seis meses después de la ominosa noche de Iguala sin sonar banal, reduccionista o injusta? Ya no me basta decir que me duele, como tampoco me basta decir que fue el Estado. No me alcanzan las palabras para atreverme a describir la pena de las madres y los padres y compañeros de los muchachos y a partir de eso, mucho de lo que ahora leo al respecto me parece casi nimio. Sin embargo, sigo creyendo indispensable la memoria y la reflexión. La memoria, recordarlos, no olvidarlos, porque esa es la raíz de la justicia que nosotros podemos construirnos. Y la reflexión, porque lo sucedido con los muchachos de Ayotzinapa sintetiza (aunque no agote y aun con sus particularidades) la violencia que se padece en este país, especialmente la violencia de la que son objeto la mayoría desposeída, los más vulnerables y los menos privilegiados y que es una violencia promovida, auspiciada y perpetrada, sí, por el Estado. Como hace casi 20 años, cuando ocurrió la masacre de Acteal, con Ayotzinapa he quedado largo rato perpleja, sintiéndome sin la capacidad suficiente para esclarecer cómo es posible que estos crímenes puedan seguir sucediendo ante la mirada indiferente y cómplice de muchos. Será por eso que, de muchas formas, he optado siempre por hacer lo que me es posible para no traicionar la memoria de todos estos nuestros muertos. Será por eso que, a pesar de lo inútil que pueda parecer, he seguido un camino para poder(me) explicar la violencia que se nos ha instalado desde hace ya un rato, para no sentir que es algo normal, que es una costumbre, que así somos o que es nuestro destino.

jueves, 9 de octubre de 2014

Ayotzinapa, día 13 y siguen sin aparecer.

La historia va más o menos así: La Normal de Ayotzinapa ha sido históricamente acosada por su vocación política de izquierda, donde los hijos de campesinos y de familias de escasos recursos se forman intelectualmente para ser profesores rurales y para la acción política permanente. Hace días, fueron a Iguala a hacer proselitismo de sus causas, incluido el "boteo" para recabar dinero con el fin de participar en la marcha del 2 de octubre. Ese día, había un evento público del alcalde y su esposa en el centro de Iguala simultáneamente. Al alcalde no le pareció la presencia de los jóvenes normalistas y habrá dado la orden al jefe de su policía que los largaran de ahí. El jefe de la policía, que es un brazo armado de un grupo del narco, ordenó rafaguearlos y levantarlos. Se los llevaron en patrullas de la policía y versiones dicen que un supuesto jefe del grupo de narcos ordenó matarlos. Hoy todavía no aparecen pero sí hay varias fosas clandestinas con restos que presumiblemente podrían ser de los normalistas. Tanto el EPR como el ERPI, los grupos guerrilleros con presencia en Guerrero, se han manifestado sobre el asunto,incluyendo que el primer grupo centró una parte importante de su argumentación en la responsabilidad del grupo del narco mientras el segundo grupo guerrillero anunció un "comando de ajusticiamiento" contra el grupo de narcos para ¿vengar? lo que les han hecho a los estudiantes. El hecho de que la estrategia gubernamental haya sido decir primero que era un tema de crimen organizado y que ahora esté siendo por un lado alargar y eludir dar información sobre la identidad de los cuerpos hallados en las fosas, al mismo tiempo que también ahora convenientemente estén insistiendo en los dichos de las guerrillas para sugerir que fue un tema de pugna entre crimen organizado y grupos subversivos, no obsta para afirmar que lo ocurrido en Iguala sigue siendo un crimen de Estado. Así tiene que ser asumido y así tiene que ser denunciado y todas estas versiones oficiales incompletas pero repletas de ambigüedades y enredos (aun con ciertos elementos de verdad), no deben encubrir lo más importante.
En primer lugar, porque fueron policías municipales los que se llevaron a los muchachos. 
En segundo lugar, porque sí, es cierto, la policía de Iguala está prácticamente en manos de los narcos, eso no significa que el gobierno no haya auspiciado esta situación. Es decir, no es que un día llegó el narco y se apoderó de la policía como si nada. Esto es un proceso de contubernio, intercambio, complicidad, ayuda, apoyos, prebendas, protección e impunidad permanente entre partidos, políticos y grupos criminales.
En tercer lugar, porque dado el contexto histórico de Guerrero, es muy seguro que este episodio de violencias extralegales (pero no por ello dejan de ser estatales) sea una de las tantas formas en las que el Estado haya buscado combatir, eliminar, atacar, etc. a actores políticos que se oponen a los abusos y los despojos de los gobiernos, sean grupos civiles o subversivos. 
En cuarto lugar, porque independientemente de la naturaleza de estos actores políticos opositores, cuando el Estado (aunque estemos claros que siempre ha sido así, que de facto siempre ha buscado eliminarlos de todas formas) ejerce violencia contra ellos, está violando los derechos humanos elementales, está cometiendo un crimen de lesa humanidad.